Nadie entraba en su viejo caserón, sus puertas y ventanas estaban siempre cerradas.
Era un hombre viejo, muy alto y fornido, con el pelo gris y su cara surcada de arrugas.
En su boca jamás nadie vio una leve sonrisa.
La huerta que había detrás de su casa estaba llena de árboles frutales, y a comienzos del verano de sus ramas colgaban excelentes frutos, los más grandes y sabrosos de todos aquellos campos que rodeaban al pueblo.
Mis amigos y yo no podíamos aguantar la tentación y nos adentrábamos en su huerto a robarle algunas frutas, pero siempre con el miedo a flor de piel, por el pánico que nos producía el tío Gonzalo si nos descubría allí.
Yo hoy, con el paso de los años, pienso que sus frutos eran los más sabrosos y más grandes, porque los árboles eran abonados con los huesos de los muertos, de los que él era el sepulturero. Esas maravillosas frutas eran alimentadas por la muerte.
Los vecinos cando visitaban el cementerio solo estaban ante unas tumbas vacías, el verdadero cementerio se había trasladado al huerto del tío Gonzalo.
Autor: Narciso del Río
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