Mi poesía consistirá,
sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y
al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura.
Los cantos de Maldoror, obra entre las más atípicas y
sorprendentes de la literatura, fueron escritos entre 1868 y 1869 y
publicados ese mismo año. Los cantos que forman el libro son obra de un
hombre de veintidós años al que la muerte se llevará apenas un año más
tarde. Los ecos de estas páginas irán aumentando a lo largo del siglo
XX, en particular por el impulso de André Breton, que vio en ese libro «la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas». Así, los surrealistas consideraron al libro como un precursor.
Canto II
Expresando el mundo épico en el que se desarrollan estos actos extremos, los objetos y animales hablan, las metamorfosis se multiplican, está permitido el énfasis y el gigantismo de los personajes. Pero una ironía constante avisa al lector, le obliga a tomar distancia, en el cara a cara con la narración y a juzgar el fenómeno literario que tiene ante sus ojos.
Todas las faltas humanas asoman en estos cantos, aunque maquilladas con decadente belleza por la prosa sin parangón del autor. No obstante, la maligna hermosura de los cantos no le resta fuerza de seducción al conjunto, que, oscilando entre la perversidad, la compasión y la sátira, da cuenta de las bajezas del hombre con una poesía embriagadora por su crueldad. Aun cuando haya pasajes completos de una oscuridad casi total, la suma de las partes compensa con creces la dificultad de leer un texto surgido de una mente perturbada, sí, pero lúcida en su comprensión de los defectos de la realidad.
El abismo al que nos lanza la lectura de “Los cantos de Maldoror” está siempre ahí, a nuestra vista, aunque para seguir viviendo como si nada ocurriese prefiramos cerrar los ojos o mirar hacia otro lado, aterrados ante la evidente locura de nuestra existencia cotidiana. Lautréamont no sólo observó con detenimiento ese lodazal, sino que inventó al señor que lo rige y que se complace en su malignidad. Sin embargo, Maldoror, por aterrador que pueda parecer, no es tan diferente de nosotros como nos gustaría.
“Divisé un trono formado de excrementos humanos y de oro sobre el que fanfarroneaba, con orgullo idiota, el cuerpo cubierto con un sudario hecho de sábanas sucias de hospital ¡el que se llama a sí mismo el Creador! Sostenía en su mano el tronco podrido de un hombre muerto, llevándolo alternativamente de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; se adivina lo que hacía cuando estaba en la boca. Sumergía sus pies en una gran charca de sangre en ebullición en cuya superficie emergían bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres cabezas prudentes que se bajaban enseguida, con la rapidez de una flecha: una patada bien dirigida al hueso de la nariz, era la recompensa conocida por transgredir el reglamento, trasgresión debida a la necesidad de respirar en otro ambiente, pues, en fin, esos hombres no eran peces”.
En cuanto al pseudónimo elegido por Ducasse, recuerda al Latreaumont (distinta grafía) de Eugène Sue.
Otra teoría sostiene que, siendo una época en la que estaba de moda El conde de Montecristo, eligió hacerse llamar Conde de Lautréamont (l'autre mont, en español 'el otro monte') para mostrar su
oposición a Cristo y por consiguiente a Dios.
Una tercer teoría alude al origen de Ducasse. Isidore era uruguayo, más específicamente, montevideano (es decir «de monte video», según la etimología del nombre), pero también vivió en el barrio Montmartre (en el Mont Martre es decir el 'Monte Martre') de París, que correspondería al «otro monte» de su pseudónimo.
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