miércoles, 25 de septiembre de 2013
Saul Bass, maestro del diseño
Saul Bass (Nueva York, 8 de mayo de 1920 - Los Ángeles, 25 de abril de 1996) fue un diseñador gráfico, conocido por sus diseños en el mundo del cine y de logotipos corporativos.
Bass nació el 8 de mayo de 1920, en el Bronx , Nueva York, de padres inmigrantes judíos de Europa del Este.
En Hollywood colaboró con el cineasta Otto Preminger para diseñar un cartel de la película de 1954 Carmen Jones . Otto Preminger quedó tan impresionado con el trabajo de Bass que le pidió producir la secuencia del título también. Bass fue uno de los primeros en darse cuenta del potencial creativo de los créditos de apertura y cierre de una película.
Bass se hizo muy conocido en la industria del cine después de crear la secuencia del título de Otto Preminger El hombre del brazo de oro (1955). El tema de la película es la lucha de un músico de jazz por superar su adicción a la heroína, un tema tabú en los mediados de los años 1950. Bass decidió crear una innovadora secuencia del título para que coincidiera con el controvertido tema de la película. Se eligió el brazo como la imagen central, ya que es una imagen fuerte en relación con la adicción a la heroína.
Antes de la llegada de Bass en la década de 1950, los títulos de crédito fueron generalmente estáticos.
Hacia el final de su carrera, fue redescubierta por James L. Brooks y Martin Scorsese que había crecido admirando su trabajo en el cine. Para Scorsese, Saul Bass ha creado secuencias de títulos de Uno de los nuestros (1990), El cabo del miedo (1991), La edad de la inocencia (1993) y Casino (1995), su último trabajo.
Antes de Bass, los carteles de las películas fueron dominados por las representaciones de escenas o personajes claves de la película , a menudo yuxtapuestas entre sí. Los carteles de Bass, sin embargo, por lo general simplificados , diseños simbólicos en los que se comunicaban visualmente elementos esenciales de la película.
Él creó algunos de sus carteles más conocidos de las películas dirigidas por Otto Preminger , Alfred Hitchcock , Billy Wilder , y Stanley Kubrick , entre otros. Su último cartel fue para la película de Steven Spielberg La lista de Schindler (1993), pero nunca se distribuyó.
Su trabajo abarcó cinco décadas y ha inspirado a muchos otros cartelistas y diseñadores gráficos.Los carteles de cine de Bass se caracterizan por una tipografía distintiva y un estilo minimalista.
Colaboró con Alfred Hitchcock y hasta participó en la famosa película Psicosis durante la escena de la ducha, de la que se dice que él fue el responsable del Story board, aunque Hitchcock nunca lo reconoció.
Además de los carteles de la película, Bass diseñado numerosos carteles de festivales de cine, revistas, libros y portadas de discos.
En 1974, hizo su único largometraje como director, la espléndida visualmente, aunque poco conocida película Fase IV , inquietante, hermosa, y en gran medida, obra maestra de la ciencia ficción.
viernes, 20 de septiembre de 2013
Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, 19 de febrero de 1937) cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos y como enemiga del ser humano, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.
Vivió en su país natal hasta la de edad de 23 años, momento en el cual, luego de matar accidentalmente a su mejor amigo, decidió emigrar a Argentina, país donde vivió 35 años —hasta su muerte—, donde se casó dos veces, tuvo sus tres hijos, y en donde además desarrolló la mayor parte de su obra. Mostró una eterna pasión por el territorio de Misiones y su selva, empleando a esta y sus habitantes en la trama de muchos de sus cuentos más reconocidos. La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.
Hizo sus estudios en Montevideo, capital de Uruguay hasta terminar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo.
En esta época pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de maquinarias y herramientas.
Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma. Poco a poco, fue puliendo su estilo y haciéndose conocido.
Durante el carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven —que reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga— precipitaron la separación definitiva.
En 1897 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. Sin embargo, las cosas no salieron como había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de Montevideo en primera clase, regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más. Resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900).
La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.
El funesto año de 1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.
La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a abandonar el Uruguay para pasar a la Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto culmen durante sus estancias en la selva.
Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así que en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado.
Estas primeras comparaciones con el «Maestro de Boston» no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.
Durante dos años Quiroga trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva, hasta la frontera con Brasil, y su soberbio y horroroso El almohadón de pluma, publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1905, que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de comenzar a publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador famoso y prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles de lectores.
En 1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura.
Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyó las primeras instalaciones y comenzó a edificar el bungalow donde se establecería. Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.
En 1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Durante ese mismo año, el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo y, al mismo tiempo, fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que «archivaba» en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de uno de sus cuentos.
Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. En cuanto los niños aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. Desde muy pequeños, los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.
El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La hija aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.
Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos que deseaban ayudarlo.
A lo largo del año 1917 trabajó en muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas . La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva coma), el volumen se convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.
Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.
Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad.
Por mucho tiempo el escritor se dedicó a la crítica cinematográfica, teniendo a su cargo la sección correspondiente de la revista Atlántida, El Hogar y La Nación. También escribió el guion para un largometraje («La jangada florida») que jamás llegó a filmarse. Poco tiempo después, fue invitado a formar una Escuela de Cinematografía. El proyecto, financiado por inversionistas rusos , no prosperó.
Poco después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929. En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.
Para 1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20 años.
Caras y Caretas, mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga, dedicados a personajes como Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros. En 1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor, que solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de pareja.
A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena, llamada «Pitoca», que había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo otros medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.
Pero a la mujer de Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no le gustaba la vida en el monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron diarias y permanentes.
En 1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis . Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata. Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.
Cuando el estado de la enfermedad hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.
Por la tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso para salir del hospital, lo que le fue concedido, y pudo así dar un largo paseo por la ciudad.
Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick (el «Hombre Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.
Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal. Uno de los deseos de Quiroga era que cuando muriera su cuerpo fuera incinerado y sus cenizas esparcidas en la selva misionera.
Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.
Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.
Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje Naturaleza que lo rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.
Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
En su primer libro, Los arrecifes de coral, compuesto por 18 poemas, 30 páginas de prosa poética y 4 relatos, Quiroga pone en evidencia su inmadurez y confusión adolescente. Punto aparte para los relatos, en los cuales está ya en germen el estilo modernista y naturalista que identificaría al resto de su obra. Sus dos novelas Historia de un amor turbio y Pasado amor tratan sobre el mismo tema —que obsesionaba al autor en su vida personal—: los amores entre hombres maduros y jovencitas adolescentes.
En la primera de ellas Quiroga divide la acción en tres etapas. En la primera, una niña de 9 años se enamora de un hombre adulto. En la segunda parte, el hombre, que no se había percatado del amor de la niña, pasados ocho años (ella tiene ahora 17) comienza a cortejarla. En la tercera parte el hombre narra la última etapa de su amor: han pasado diez años desde que la joven lo ha abandonado. La acción se inicia aquí: es el tiempo presente de la novela.
En Pasado amor la historia se repite: un hombre maduro regresa a un lugar luego de años de ausencia y se enamora de una jovencita a la que había amado siendo niña.
Conociendo la historia personal de Quiroga, se evidencian las características autobiográficas de ambas novelas.
Los avatares eróticos de Quiroga con muchachas muy jóvenes pueblan el drama de estas dos novelas, con especial hincapié en la oposición de sus padres, rechazo que Quiroga había aceptado como parte integrante de su vida y con el que debió lidiar siempre.
Dejando a un lado el teatro de Quiroga, poco difundido y al que los críticos siempre han llamado «un error», lo más trascendente de su obra son los cuentos cortos, género en que el autor alcanza la madurez, impulsando en el mismo sentido a toda la narrativa latinoamericana. Es Horacio Quiroga el primero que se preocupa por los aspectos técnicos de la narrativa breve, puliendo incansablemente su estilo (para lo cual vuelve y rebusca siempre sobre los mismos temas) hasta alcanzar la casi perfección formal de sus últimas obras.
Claramente influido por Rubén Darío y los modernistas, poco a poco el modernismo del oriental comienza a volverse decadente, describiendo a la naturaleza con minuciosa precisión pero dejando en claro que la relación de ella con el hombre siempre representa un conflicto. Extravíos, lesiones, miseria, fracasos, hambre, muerte, ataques de animales, todo en Quiroga plantea el enfrentamiento entre naturaleza y hombre tal como lo hacían los griegos entre Hombre y Destino. La naturaleza hostil, por supuesto, casi siempre vence en la narrativa quiroguiana.
La morbosa obsesión de Quiroga por el tormento y la muerte es aceptada mucho más fácilmente por los personajes que por el lector: la técnica narrativa del autor presenta protagonistas acostumbrados al riesgo y al peligro, que juegan según reglas claras y específicas. Saben que no deben cometer errores porque la selva no perdona, y, al caer, lo hacen con algo de «espíritu deportivo» y suelen morir, dejando al lector ansioso y angustiado.
La naturaleza es ciega pero justa; los ataques sobre el campesino o el pescador (un enjambre de abejas enfurecidas, un yacaré, un parásito hematófago, una serpiente, la crecida, lo que fuese) son simplemente lances de un juego espantoso en el que el hombre intenta arrancar a la naturaleza unos bienes o recursos (como intentó Quiroga en la vida real) que ella se niega en redondo a soltar; una lucha desigual que suele terminar con la derrota humana, la demencia, las muertes o, simplemente, con la desilusión.
Hipersensible y excitable, dado a amores imposibles, frustrado en sus empresas comerciales pero aun así emocional y sumamente creativo, Quiroga abrevó en su propia vida trágica y en la naturaleza a la que estudió y padeció, con su férrea voluntad de trabajador y su sutil mirada de minucioso observador para construir una obra narrativa a la que la mayor parte de los críticos consideraron (y aún consideran) «poéticamente autobiográfica». Tal vez en este «realismo interno» u «orgánico» de las piezas de Quiroga resida el irresistible encanto que aún hoy ejercen sobre los lectores, que, sin darse cuenta, descubren en sus páginas la verdadera naturaleza del escritor que, tal vez como muy pocos en la literatura latinoamericana, fue capaz de susurrar sus propias palabras al oído, aunque a veces el murmullo se transforme en un grito desesperado.
Cuentos de amor de locura y de muerte PDF
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Fuente Wikipedia
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Vivió en su país natal hasta la de edad de 23 años, momento en el cual, luego de matar accidentalmente a su mejor amigo, decidió emigrar a Argentina, país donde vivió 35 años —hasta su muerte—, donde se casó dos veces, tuvo sus tres hijos, y en donde además desarrolló la mayor parte de su obra. Mostró una eterna pasión por el territorio de Misiones y su selva, empleando a esta y sus habitantes en la trama de muchos de sus cuentos más reconocidos. La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.
Hizo sus estudios en Montevideo, capital de Uruguay hasta terminar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo.
En esta época pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de maquinarias y herramientas.
Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma. Poco a poco, fue puliendo su estilo y haciéndose conocido.
Durante el carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven —que reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga— precipitaron la separación definitiva.
En 1897 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. Sin embargo, las cosas no salieron como había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de Montevideo en primera clase, regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más. Resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900).
La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.
El funesto año de 1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.
La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a abandonar el Uruguay para pasar a la Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto culmen durante sus estancias en la selva.
Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así que en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado.
Estas primeras comparaciones con el «Maestro de Boston» no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.
Durante dos años Quiroga trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva, hasta la frontera con Brasil, y su soberbio y horroroso El almohadón de pluma, publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1905, que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de comenzar a publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador famoso y prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles de lectores.
En 1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura.
Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyó las primeras instalaciones y comenzó a edificar el bungalow donde se establecería. Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.
En 1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Durante ese mismo año, el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo y, al mismo tiempo, fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que «archivaba» en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de uno de sus cuentos.
Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. En cuanto los niños aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. Desde muy pequeños, los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.
El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La hija aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.
Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos que deseaban ayudarlo.
A lo largo del año 1917 trabajó en muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas . La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva coma), el volumen se convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.
Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.
Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad.
Por mucho tiempo el escritor se dedicó a la crítica cinematográfica, teniendo a su cargo la sección correspondiente de la revista Atlántida, El Hogar y La Nación. También escribió el guion para un largometraje («La jangada florida») que jamás llegó a filmarse. Poco tiempo después, fue invitado a formar una Escuela de Cinematografía. El proyecto, financiado por inversionistas rusos , no prosperó.
Poco después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929. En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.
Para 1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20 años.
Caras y Caretas, mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga, dedicados a personajes como Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros. En 1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor, que solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de pareja.
A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena, llamada «Pitoca», que había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo otros medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.
Pero a la mujer de Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no le gustaba la vida en el monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron diarias y permanentes.
En 1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis . Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata. Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.
Cuando el estado de la enfermedad hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.
Por la tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso para salir del hospital, lo que le fue concedido, y pudo así dar un largo paseo por la ciudad.
Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick (el «Hombre Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.
Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal. Uno de los deseos de Quiroga era que cuando muriera su cuerpo fuera incinerado y sus cenizas esparcidas en la selva misionera.
Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.
Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.
Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje Naturaleza que lo rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.
Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
En su primer libro, Los arrecifes de coral, compuesto por 18 poemas, 30 páginas de prosa poética y 4 relatos, Quiroga pone en evidencia su inmadurez y confusión adolescente. Punto aparte para los relatos, en los cuales está ya en germen el estilo modernista y naturalista que identificaría al resto de su obra. Sus dos novelas Historia de un amor turbio y Pasado amor tratan sobre el mismo tema —que obsesionaba al autor en su vida personal—: los amores entre hombres maduros y jovencitas adolescentes.
En la primera de ellas Quiroga divide la acción en tres etapas. En la primera, una niña de 9 años se enamora de un hombre adulto. En la segunda parte, el hombre, que no se había percatado del amor de la niña, pasados ocho años (ella tiene ahora 17) comienza a cortejarla. En la tercera parte el hombre narra la última etapa de su amor: han pasado diez años desde que la joven lo ha abandonado. La acción se inicia aquí: es el tiempo presente de la novela.
En Pasado amor la historia se repite: un hombre maduro regresa a un lugar luego de años de ausencia y se enamora de una jovencita a la que había amado siendo niña.
Conociendo la historia personal de Quiroga, se evidencian las características autobiográficas de ambas novelas.
Los avatares eróticos de Quiroga con muchachas muy jóvenes pueblan el drama de estas dos novelas, con especial hincapié en la oposición de sus padres, rechazo que Quiroga había aceptado como parte integrante de su vida y con el que debió lidiar siempre.
Dejando a un lado el teatro de Quiroga, poco difundido y al que los críticos siempre han llamado «un error», lo más trascendente de su obra son los cuentos cortos, género en que el autor alcanza la madurez, impulsando en el mismo sentido a toda la narrativa latinoamericana. Es Horacio Quiroga el primero que se preocupa por los aspectos técnicos de la narrativa breve, puliendo incansablemente su estilo (para lo cual vuelve y rebusca siempre sobre los mismos temas) hasta alcanzar la casi perfección formal de sus últimas obras.
Claramente influido por Rubén Darío y los modernistas, poco a poco el modernismo del oriental comienza a volverse decadente, describiendo a la naturaleza con minuciosa precisión pero dejando en claro que la relación de ella con el hombre siempre representa un conflicto. Extravíos, lesiones, miseria, fracasos, hambre, muerte, ataques de animales, todo en Quiroga plantea el enfrentamiento entre naturaleza y hombre tal como lo hacían los griegos entre Hombre y Destino. La naturaleza hostil, por supuesto, casi siempre vence en la narrativa quiroguiana.
La morbosa obsesión de Quiroga por el tormento y la muerte es aceptada mucho más fácilmente por los personajes que por el lector: la técnica narrativa del autor presenta protagonistas acostumbrados al riesgo y al peligro, que juegan según reglas claras y específicas. Saben que no deben cometer errores porque la selva no perdona, y, al caer, lo hacen con algo de «espíritu deportivo» y suelen morir, dejando al lector ansioso y angustiado.
La naturaleza es ciega pero justa; los ataques sobre el campesino o el pescador (un enjambre de abejas enfurecidas, un yacaré, un parásito hematófago, una serpiente, la crecida, lo que fuese) son simplemente lances de un juego espantoso en el que el hombre intenta arrancar a la naturaleza unos bienes o recursos (como intentó Quiroga en la vida real) que ella se niega en redondo a soltar; una lucha desigual que suele terminar con la derrota humana, la demencia, las muertes o, simplemente, con la desilusión.
Hipersensible y excitable, dado a amores imposibles, frustrado en sus empresas comerciales pero aun así emocional y sumamente creativo, Quiroga abrevó en su propia vida trágica y en la naturaleza a la que estudió y padeció, con su férrea voluntad de trabajador y su sutil mirada de minucioso observador para construir una obra narrativa a la que la mayor parte de los críticos consideraron (y aún consideran) «poéticamente autobiográfica». Tal vez en este «realismo interno» u «orgánico» de las piezas de Quiroga resida el irresistible encanto que aún hoy ejercen sobre los lectores, que, sin darse cuenta, descubren en sus páginas la verdadera naturaleza del escritor que, tal vez como muy pocos en la literatura latinoamericana, fue capaz de susurrar sus propias palabras al oído, aunque a veces el murmullo se transforme en un grito desesperado.
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jueves, 12 de septiembre de 2013
Jacques Tourneur
Jacques Tourneur nació el 12 de noviembre de 1904 en París (Francia). Era hijo del director Maurice Tourneur, con quien el joven Jacques dio inicio su trayectoria cinematográfica al colaborar en la década de los años 20 como montador y director de segunda unidad en varios títulos galos.
A comienzos de la siguiente década Tourneur, quien en 1930 contrajo matrimonio con la actriz Christiane Virideau, debutó como director realizando cortos y largometrajes de escaso interés.
A mediados de los años 30 se trasladó a Hollywood y, además de trabajar como asistente del director en la obra maestra de Jack Conway “Historia de dos ciudades” (1935), comenzó, empleando en ocasiones el seudónimo americanizado de Jack Tourneur, a rodar sus primeras cintas, generalmente cortos, con capital estadounidense.
Su mejor momento llegó en los años 40 cuando se alió con el fenomenal productor Val Lewton para realizar en la RKO una serie de fascinantes proyectos de terror y suspense de bajo presupuesto y alto talento, con unas hipnóticas y sugerentes atmósferas, en donde se destacaba el valor de la sugerencia, el evocativo aspecto estético y el aspecto psicológico sobre la explotación facilona de otros cauces más triviales para causar efectismos simplones.
Entre ellas auténticas gemas fílmicas como “La mujer pantera” (1942), con Simone Simon, “Yo anduve con un zombie”, con Frances Dee o “El hombre leopardo” (1943), con el protagonismo de Dennis O’Keefe.
Todas ellas estaba montadas por el también director Mark Robson.
Al margen de estos títulos de suspense, Tourner en la década de los 40 nos regaló dignos ejemplos de western, como “Tierra generosa” (1946), con Dana Andrews, thrillers bélicos como “Berlín Express” (1948), protagonizado por la pareja formada por Robert Ryan y Merle Oberon, o esa maravilla del cine negro titulada “Retorno al pasado” (1947), película con un reparto extraordinario en el que aparecían Robert Mitchum, Kirk Douglas, Rhonda Fleming y Jane Greer. También en este período rodo con Hedy Lamarr el melodrama psicológico "Noche En El Alma" (1944).
En los años 50 Jacques Tourneur filmó algunos de sus mejores trabajos, como “El halcón y la flecha” (1950), popular y enérgico título de aventuras con Burt Lancaster y Virginia Mayo, “La mujer pirata” (1951), disfrutable título de piratas con Jean Peters, “La noche del demonio” (1957), magistral película británica de terror con Dana Andrews y Niall MacGinnis, y “Al caer la noche” (1957), espléndido título negro.
Al margen del cine Tourneur dirigió también episodios de conocida series de televisión, como “Bonanza” o “En los límites de la realidad (Twlight Zone)”.
Este fantástico director, un hechicero de la narración cinematográfica a reinvidicar sin reservas (en especial sus cautivadores trabajos con el genial Val Lewton, además de “Retorno al pasado” y “La noche del demonio”), murió en la localidad francesa de Bergerac el 19 de diciembre de 1977. Tenía 73 años.
Películas más famosas:
La mujer pantera (1942)
El hombre leopardo (1943)
Yo anduve con un zombie (1943)
Retorno al pasado (1947)
Berlín Express (1948)
El halcón y la flecha (1950)
La mujer pirata (1951)
La noche del demonio (1958)
sábado, 7 de septiembre de 2013
Jean Harlow,la rubia platino
Uno de los grandes mitos del cine dorado de Hollywood y una de las rubias platino más populares de todos los tiempos, medía 1'56. Harlean Carpenter (su nombre real) nació en Kansas City, Missouri, el 3 de marzo de 1911, en el seno de una familia de clase media.
A los 16 años de edad y residiendo en la ciudad de Chicago, se enamoró perdidamente de Charles McGraw, un empresario de la ciudad siete años mayor que Jean, y se fugó de su hogar formado por su madre y su nuevo esposo Marino Bello para establecerse en Los Angeles, localidad californiana en la que McGraw y Jean contrajeron matrimonio en 1927.
A finales de los años 20 y con la efervescencia cinéfila que rodeaba la zona en la que residían, Jean intentó convertirse en actriz adoptando definitivamente el nombre artístico de Jean Harlow (apellido de soltera de su madre), pero lo único que pudo conseguir fueron pequeños papeles para intervenir en algunos cortos, la mayoría pertenecientes al género cómico.
En 1929, antes de comenzar la década que la elevaría al estrellato, se divorció de McGraw. Un año después logró que el magnate Howard Hughes se fijase en ella para intervenir en "Angeles del infierno" (1930), película en la que suplía a la actriz nórdica Greta Nissen, desechada finalmente por Hughes por su fuerte y poco atractivo acento sueco.
La fama conseguida con "Ángeles del infierno", sus participaciones breves en películas de éxito, como "Luces de la ciudad" (1931) de Charles Chaplin, y su protagonismo con James Cagney en "El Enemigo Público" (1931) de William Wellman, y con el malogrado Robert Williams en "La jaula de oro" (1931) de Frank Capra, estimularon el interés del estudio Metro Goldwyn Mayer hacia su persona que fue concretado en 1932, año en el que también Jean contrajo matrimonio con Paul Bern, hombre de confianza de Irving Thalberg y veintidos años mayor que Harlow.
Este matrimonio acabó en una sonada desgracia cuando meses después de la boda Bern fue hallado muerto en su dormitorio después de haberse suicidado al frustrarse por padecer impotencia y no poder satisfacer sexualmente a su joven esposa. Para completar la tragedia, un día después, Dorothy Millette, la primera mujer de Paul Bern, también se suicidó arrojándose al río Sacramento.
Durante toda la década de los 30 el prestigio como actriz de Jean Harlow fue in crescendo gracias a su notable cariz cómico y a sus colaboraciones en pantalla con gente como Clark Gable, con quien colaboró en seis títulos.
Las películas más significativas de Harlow fueron "Tierra de pasión" (1932) de Victor Fleming, "La pelirroja" (1932) de Jack Conway, "Cena a las ocho" (1933) de George Cukor, "Tú eres mío" (1933) de Sam Wood, "Polvorilla" (1933) de Victor Fleming, "Busco un millonario" (1934) de Jack Conway, "Mares de China" (1935) de Tay Garnett, "Entre esposa y secretaria" (1936) de Clarence Brown, o "Una mujer difamada" (1936), de nuevo bajo la dirección de Conway.
Tras el fallecimiento de Bern, Jean Harlow volvió a casarse por tercera vez, ahora con el director de fotografía Harold Rosson. La pareja tampoco resultó estable, pues contrajeron matrimonio en 1933 y se divorciaron en 1935. Poco después entabló relaciones sentimentales con el actor William Powell.
Mientras rodaba la película "Saratoga" (1937), Jean Harlow se sintió indispuesta y fue hospitalizada a causa de una enfermedad derivada del riñón que Jean sufría a consecuencia de haber padecido en su niñez la escarlatina.
Derivado de ese contratiempo, el 7 de junio de ese año falleció la primera gran rubia platino del mundo del espectáculo y su película "Saratoga", que tuvo que concluir una doble, se convirtió en el título más taquillero del año 1937. En el momento de su muerte Jean tenía solamente 26 años.